En clase de ética nos pusieron “La
Milla Verde”. Una película de esas que te marcan para siempre, que
cuestionan tu existencia, que te taladran el cerebro con preguntas.
Tras disfrutarla, la profesora dividió la clase en dos grupos, unos
debían estar en contra de la pena de muerte y otros a favor. Me tocó
en este último. Supongo que influenciado por mi entorno familiar,
por aquel entonces tenía una ideología de izquierdas y pacifista.
Tenía grabado como un axioma que la pena de muerte era algo injusto
y terrible, así que supuse que me sería realmente complicado
defender una postura con la que no estaba de acuerdo. Tras esos 40
minutos de charla, mi opinión cambió totalmente. Me puse tanto en
la piel de la víctima que terminé por convencerme. Mi profesora
concluyó el debate con la siguiente frase: “al ser creyente, yo
creo que Dios es el único que puede quitar una vida”. Supongo que
esto no ayudó. Con 16 años yo estaba a favor de la pena de muerte.
Con orgullo.
Meses después, recuerdo una
conversación con mi padre. Él me dejaba caer que las cárceles no
deberían existir. A mi me pareció una locura implanteable. ¿Dónde
íbamos a meter a los asesinos, pederastas, terroristas y ladrones?
¿Cómo ibamos a darles justicia a sus víctimas? ¿Cómo ibamos a
apagar el dolor de quien ha perdido a su mujer, su hijo o su madre?
Los delincuentes en la cárcel y cuantos más años mejor. Eso
pensaba yo por aquel entonces, supongo que con orgullo.
Tuvieron que pasar muchos años para
que esa idea mía sobre la justicia volviese a tomar un rumbo
distinto. No recuerdo exactamente cuando sucedió pero imagino que
leyendo algo sobre el proceso que siguen países como los Estados
Unidos. Lo cierto es que acabar con la vida de alguien volvió a
parecerme atroz. ¿Dónde quedaba entonces la reinserción? Si el ser
humano deja de confiar en los de su especie, ¿dónde está el
límite?. ¿Para qué sirven entonces las cárceles?. No fue hasta
este año donde terminé de convencerme de que no era la sentencia el
punto a cambiar, lo era todo el sistema ético. Todo el tratamiento
que se le da a un delincuente. Esta vez sí me acuerdo, y también me
pilló leyendo. Un libro titulado “Un Resquicio Para Levantarse”.
Su autor era Javier Ávila Navas. Más conocido por su nombre de
guerra , “el niño”. Preso la mayor parte de su vida y uno de los
fundadores del A.P.R.E. ((Asociación de Presos en Régimen
Especial)). Una historia que merece la pena ser escuchada. En él,
narra la vulenarción continuada de los derechos humanos en las
cárceles españolas. Pero la reflexión final que saqué de allí
fue la siguiente: la cárcel sólo te hace peor persona. Mirandolo
desde un punto de vista frío, es normal que un delincuente empeore
rodeado de más delincuentes. Como si la privacidad de la libertad
fuera a convertirles de golpe en ciudadanos modelo. Castigamos y
amedrentamos. Así es como educamos. No hagas esto porque “pueden
meterte en la cárcel” en lugar de, no hagas esto porque “no está
bien”. Comenté con diversas personas mis conclusiones y estaba
convencido de que podían entenderme. Mi sorpresa fue que la gran
mayoría buscaba venganza. Con orgullo.
Esta misma semana veía el programa de
Salvados sobre un expreso de ETA. Un terrorista que asesinó a sangre
fría a varias personas. Su testimonio era escalofriante. Ví en él
a una persona sin alma ni corazón, apenado y avergonzado por su
propia situación, por ser incapaz de sentir. Se esperaría que
finjiese, que mostrase empatía. Pero fue sincero, sin decirlo, al
menos a mí, me transmitió que le era imposible. Contaba, casi con
la inocencia de un crío, la forma en la que cometió el mayor error
de su vida. Entrar a formar parte de una organización absurda,
movida y promovida por el más ridículo de los odios. El odio al
diferente. Con tristeza y buen sabor de boca por lo importante y
clarificador del contenido, volví a asomarme por el mundo buscando
opiniones similares a la mía. Encontré pocas. Lo que más abundaba
era odio. Un odio disfrazado de justicia, de empatía. Me cuestioné
incluso si yo era demasiado frío por pensar de otra forma. Pero esta
vez defendí de nuevo mi postura, con orgullo.
Hoy mismo leía la respuesta al
reportaje de la hija de una de las víctimas de este señor. Era
estremecedor. Y además, esa horrible sensación de no poder
juzgarla. ¿Quién era yo para juzgar el dolor de alguien que perdió
a sus padres con tan sólo 18 años? Pero el caso es que, tras
conmoverme, después me molestó. Supongo que porque su testimonio,
en parte me llevaba la contraria y daba la razón a todos aquellos
que ven en las cárceles y sus castigos una coherencia que yo a día
de hoy sigo sin encontrar. Tal vez me falte empatía. Conocimientos o
experiencia, pero no le veo sentido a lo que esta chica, y otros como
ella expresaban. Hasta que me di cuenta de un detalle. No estábamos
tan lejos de entendernos. A ella, le marchitaba el dolor de ver como
el asesino de sus padres estaba lucrándose en la televisión y había
empezado una nueva vida mientras ella tenía que visitar un par de
tumbas. Contaba Silvia, que así se llama la chica, que le
preguntaron tras la muerte de sus padres si pedía la pena de muerte
para el asesino. Ella contestó que prefería que se pudriera en la
cárcel. Si os soy sincero, creo que yo en su lugar no hubiera sido
tan condescendiente. ¿Qué buscaba la prensa con esa pregunta a una
cría rota de dolor?. ¿Qué han buscado los poderes y medios de
comunicación todo este tiempo con este asunto? Yo lo tengo claro,
fomentar el odio. Sin embargo, Silvia, a pesar de no desearle el mal,
daba una sensación de la que me sentí partícipe, la falta de
justicia. No sé si, condenándole a cadena perpetua ella hubiera
estado ahora con una sensación distinta, pero en cualquier caso su
intención y la mía, y creo que la de todos es la misma. Justicia.
Con orgullo.
¿Y es justo encerrar a un ladrón y
pagarle su comida y estancia en la cárcel? Ahí creo que casi todos
tenemos clara la respuesta, no hay debate. No se está haciendo bien.
Si roba que lo devuelva pero que encima no nos salga más caro. Pero,
¿es justo encerrar a un asesino en la cárcel? ¿a un terrorista?.
Esto sólo me lleva a la siguiente reflexión, ¿es que acaso un
asesino no es más que un enfermo muy peligroso para los demás? Yo
creo que no. No puedo entrar en profundidad a debatir cuestiones
psicológicas, no soy un experto, pero en mi mente no concibo una
persona que mate a otro sin que tenga una tara en la cabeza. Y
sinceramente, no se me ocurre una forma peor que encerrándole en una
cárcel. No es de extrañar entonces, el porcentaje tan bajo de
reinserción que hay a nivel mundial. ¿Por qué no cambiarlo?
Supongo que el reportaje y su repercusión me dieron la respuesta.
Nos han educado y fomentado en el odio hacia ciertos delitos, y
congelado los sentimientos con algunos otros. De esta forma, nos
hierve la sangre viendo la tele a un etarra pidiendo perdón pero no
ver a Obama disfrutando de un cuenco de palomitas mientras ve la
Super Bowl. Es precisamente ETA, el mayor exponente en estos temas
dentro de nuestro país. El mismo odio irracional que inundaba esa
organización baña ahora a un montón de gente que critica
fusilamientos en Corea del Norte. La que no quiere hacerse preguntas
con las que yo me he bombardeado en este último párrafo. Porque
duele, también a mí, plantearse si la venganza a un asesino es la
mejor manera de hacer de la sociedad un mundo mejor. Un mundo del que
estar un poco más orgullosos.