domingo, 17 de mayo de 2015

Fomentar la venganza.

En clase de ética nos pusieron “La Milla Verde”. Una película de esas que te marcan para siempre, que cuestionan tu existencia, que te taladran el cerebro con preguntas. Tras disfrutarla, la profesora dividió la clase en dos grupos, unos debían estar en contra de la pena de muerte y otros a favor. Me tocó en este último. Supongo que influenciado por mi entorno familiar, por aquel entonces tenía una ideología de izquierdas y pacifista. Tenía grabado como un axioma que la pena de muerte era algo injusto y terrible, así que supuse que me sería realmente complicado defender una postura con la que no estaba de acuerdo. Tras esos 40 minutos de charla, mi opinión cambió totalmente. Me puse tanto en la piel de la víctima que terminé por convencerme. Mi profesora concluyó el debate con la siguiente frase: “al ser creyente, yo creo que Dios es el único que puede quitar una vida”. Supongo que esto no ayudó. Con 16 años yo estaba a favor de la pena de muerte. Con orgullo.

Meses después, recuerdo una conversación con mi padre. Él me dejaba caer que las cárceles no deberían existir. A mi me pareció una locura implanteable. ¿Dónde íbamos a meter a los asesinos, pederastas, terroristas y ladrones? ¿Cómo ibamos a darles justicia a sus víctimas? ¿Cómo ibamos a apagar el dolor de quien ha perdido a su mujer, su hijo o su madre? Los delincuentes en la cárcel y cuantos más años mejor. Eso pensaba yo por aquel entonces, supongo que con orgullo.

Tuvieron que pasar muchos años para que esa idea mía sobre la justicia volviese a tomar un rumbo distinto. No recuerdo exactamente cuando sucedió pero imagino que leyendo algo sobre el proceso que siguen países como los Estados Unidos. Lo cierto es que acabar con la vida de alguien volvió a parecerme atroz. ¿Dónde quedaba entonces la reinserción? Si el ser humano deja de confiar en los de su especie, ¿dónde está el límite?. ¿Para qué sirven entonces las cárceles?. No fue hasta este año donde terminé de convencerme de que no era la sentencia el punto a cambiar, lo era todo el sistema ético. Todo el tratamiento que se le da a un delincuente. Esta vez sí me acuerdo, y también me pilló leyendo. Un libro titulado “Un Resquicio Para Levantarse”. Su autor era Javier Ávila Navas. Más conocido por su nombre de guerra , “el niño”. Preso la mayor parte de su vida y uno de los fundadores del A.P.R.E. ((Asociación de Presos en Régimen Especial)). Una historia que merece la pena ser escuchada. En él, narra la vulenarción continuada de los derechos humanos en las cárceles españolas. Pero la reflexión final que saqué de allí fue la siguiente: la cárcel sólo te hace peor persona. Mirandolo desde un punto de vista frío, es normal que un delincuente empeore rodeado de más delincuentes. Como si la privacidad de la libertad fuera a convertirles de golpe en ciudadanos modelo. Castigamos y amedrentamos. Así es como educamos. No hagas esto porque “pueden meterte en la cárcel” en lugar de, no hagas esto porque “no está bien”. Comenté con diversas personas mis conclusiones y estaba convencido de que podían entenderme. Mi sorpresa fue que la gran mayoría buscaba venganza. Con orgullo.

Esta misma semana veía el programa de Salvados sobre un expreso de ETA. Un terrorista que asesinó a sangre fría a varias personas. Su testimonio era escalofriante. Ví en él a una persona sin alma ni corazón, apenado y avergonzado por su propia situación, por ser incapaz de sentir. Se esperaría que finjiese, que mostrase empatía. Pero fue sincero, sin decirlo, al menos a mí, me transmitió que le era imposible. Contaba, casi con la inocencia de un crío, la forma en la que cometió el mayor error de su vida. Entrar a formar parte de una organización absurda, movida y promovida por el más ridículo de los odios. El odio al diferente. Con tristeza y buen sabor de boca por lo importante y clarificador del contenido, volví a asomarme por el mundo buscando opiniones similares a la mía. Encontré pocas. Lo que más abundaba era odio. Un odio disfrazado de justicia, de empatía. Me cuestioné incluso si yo era demasiado frío por pensar de otra forma. Pero esta vez defendí de nuevo mi postura, con orgullo.

Hoy mismo leía la respuesta al reportaje de la hija de una de las víctimas de este señor. Era estremecedor. Y además, esa horrible sensación de no poder juzgarla. ¿Quién era yo para juzgar el dolor de alguien que perdió a sus padres con tan sólo 18 años? Pero el caso es que, tras conmoverme, después me molestó. Supongo que porque su testimonio, en parte me llevaba la contraria y daba la razón a todos aquellos que ven en las cárceles y sus castigos una coherencia que yo a día de hoy sigo sin encontrar. Tal vez me falte empatía. Conocimientos o experiencia, pero no le veo sentido a lo que esta chica, y otros como ella expresaban. Hasta que me di cuenta de un detalle. No estábamos tan lejos de entendernos. A ella, le marchitaba el dolor de ver como el asesino de sus padres estaba lucrándose en la televisión y había empezado una nueva vida mientras ella tenía que visitar un par de tumbas. Contaba Silvia, que así se llama la chica, que le preguntaron tras la muerte de sus padres si pedía la pena de muerte para el asesino. Ella contestó que prefería que se pudriera en la cárcel. Si os soy sincero, creo que yo en su lugar no hubiera sido tan condescendiente. ¿Qué buscaba la prensa con esa pregunta a una cría rota de dolor?. ¿Qué han buscado los poderes y medios de comunicación todo este tiempo con este asunto? Yo lo tengo claro, fomentar el odio. Sin embargo, Silvia, a pesar de no desearle el mal, daba una sensación de la que me sentí partícipe, la falta de justicia. No sé si, condenándole a cadena perpetua ella hubiera estado ahora con una sensación distinta, pero en cualquier caso su intención y la mía, y creo que la de todos es la misma. Justicia. Con orgullo.


¿Y es justo encerrar a un ladrón y pagarle su comida y estancia en la cárcel? Ahí creo que casi todos tenemos clara la respuesta, no hay debate. No se está haciendo bien. Si roba que lo devuelva pero que encima no nos salga más caro. Pero, ¿es justo encerrar a un asesino en la cárcel? ¿a un terrorista?. Esto sólo me lleva a la siguiente reflexión, ¿es que acaso un asesino no es más que un enfermo muy peligroso para los demás? Yo creo que no. No puedo entrar en profundidad a debatir cuestiones psicológicas, no soy un experto, pero en mi mente no concibo una persona que mate a otro sin que tenga una tara en la cabeza. Y sinceramente, no se me ocurre una forma peor que encerrándole en una cárcel. No es de extrañar entonces, el porcentaje tan bajo de reinserción que hay a nivel mundial. ¿Por qué no cambiarlo? Supongo que el reportaje y su repercusión me dieron la respuesta. Nos han educado y fomentado en el odio hacia ciertos delitos, y congelado los sentimientos con algunos otros. De esta forma, nos hierve la sangre viendo la tele a un etarra pidiendo perdón pero no ver a Obama disfrutando de un cuenco de palomitas mientras ve la Super Bowl. Es precisamente ETA, el mayor exponente en estos temas dentro de nuestro país. El mismo odio irracional que inundaba esa organización baña ahora a un montón de gente que critica fusilamientos en Corea del Norte. La que no quiere hacerse preguntas con las que yo me he bombardeado en este último párrafo. Porque duele, también a mí, plantearse si la venganza a un asesino es la mejor manera de hacer de la sociedad un mundo mejor. Un mundo del que estar un poco más orgullosos.  

lunes, 11 de mayo de 2015

El escondite.

Hoy he recuperado un relato romántico que escribí hace bastante tiempo. Prometo actualizar esto más. Os dejo con él.

Ya desde pequeño me gustaba jugar a esconderme. No quería ganar y llegar a la guarida sin ser visto, sólo quería esconderme y esperar a que alguien me encontrase. Y ella me encontró. No de la forma que un niño encuentra a otro, si no de la forma que dos adolescentes se encuentran. Todas las mañanas la escondía una botella con un mensaje en alguna parte de la playa. Era divertido verla corretear de un lado a otro con la ilusión del que busca un tesoro. Podría parecer un juego infantil pero era nuestro juego. Unas veces la escribía estrofas de canciones, otras simplemente la última frase que me había dicho el día anterior. Ella siempre tuvo la costumbre de despedirse como una estrella de cine en su última escena, con media sonrisa y un suave guiño en su rostro. Sabías que habría segunda parte.
Como todos los amores de verano, yo la abandonaba rigurosamente contra mi voluntad cada septiembre, y volvía a buscarla cada julio. Normalmente todo había cambiado pero nos unía algo más fuerte, la facilidad con la que yo me perdía y ella me encontraba. Muchas de esas botellas no pudo desenterrarlas, yo me negaba a decirle donde estaban aunque, para ser sincero, ella nunca insistía. Siempre respetamos las reglas del juego. El día antes de marcharme escondía la botella más especial de todas, aquella que contenía el mensaje más importante, ese que debía recordar el resto del año. Aquella vez no fue distinto. Seguí mi ritual como cada día y nos marchamos de allí. ¿Conocéis esa sensación de vacío cuando dejas un sitio? Como si tuvieras en los pulmones tanta brisa de mar que a penas puedes coger un poco más de aire.
En mi vigésimo cumpleaños volví a la playa como cada julio. Y no me buscó. Hoy, diez años después he conseguido convencer a mi mujer de que ese lugar era el mejor sitio para pasar unas vacaciones. Con la excusa de ir a correr me he plantado solo frente a su casa. Ella no estaba allí. Volviendo por la orilla dando un paseo he visto a una chica rubia con una pala, como desenterrando algo. No era ella. Durante meses, incluso años, la mandé y la envié cartas pero no hubo respuesta. Supuse que habíamos roto las reglas, yo la estaba buscando y ella no quería que la encontraran.
Cuando estaba a punto de volver a casa, cabizbajo, unos brazos atraparon mi cintura. Era mi mujer. En ese momento recordé porqué la amaba. Porque un día, tal como hoy, ella me había encontrado cuando más perdido estaba.

FIN